Hay una historia que no acaba de contarse, y son los episodios de aquel lunes 11 de noviembre de 1811 en que Cartagena firmó el acta de su Independencia. La ciudad no volvió a ser la misma desde aquel día en que los muchachos de Getsemaní no volvieron a dormir en paz, hasta cumplir un mapa de sueños delineado en la vieja casa donde se fundían las campañas y los cañones, y se sembró para siempre la huidiza semilla de la libertad escamoteada.
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Pero desde aquel lunes, Cartagena tampoco durmió hasta lograr que el último de los españoles abandonara la ciudad que había sido gobernada y dominada durante trescientos años, bajo los designios del rey. El último de los virreyes, Sámano, salió disfrazado de mendigo en una mula llevándose los últimos baúles llenos de oro, y los mendigos de verdad en los portales olorosos a pólvora sintieron lástima de sus cabellos quebrados por su travesía desde el páramo, aún con su oscuro y estrafalario ropaje de huérfano. El herrero Pedro Romero conocía de cerca el temple y la índole biliosa de los gobernadores españoles que miraban como inferiores a los nativos, solo por ser parientes de un africano esclavizado en Cartagena. O haber nacido al pie de la ciénaga o en las alturas impenetrables de la loma.
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Así que cuando Pedro Romero solicitó al rey que le permitiera que su hijo Martín le autorizaran estudiar leyes, el rey y el virrey se moraron perplejos y se preguntaron qué se creía este negrito fundidor de campanas con semejantes aspiraciones, pero se guardaron sus recelos íntimos y negociaron esa autorización porque el herrero era de la confianza de los españoles, no lo consideraban un herrero más de la plaza, sino un hombre laborioso que se ganó la confianza de las autoridades de Cartagena y Santa Fe de Bogotá. Pedro Romero era el guardián e impulsador de La Maestranza, el inmenso taller de herrería en la Calle Larga en Getsemaní, que abastecía de puertas y ventanas, campanas y cañones a los españoles, y además se le medía a todos los trabajos encomendados tanto en la plaza como en el puerto.
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La solicitud para que a un hijo de mulato como Pedro Romero se le permitiera que su hijo estudiara leyes en aquellos días era imposible en Cartagena y en todo el reino de Granada. Los negros seguían siendo vistos por los españoles como unas criaturas ingobernables a las que en Cartagena se les sometió a las humillaciones y a los abusos inimaginables desde las noches de la esclavitud en las que se le marcaban con carimbas o hierros candentes en las espaldas, con la misma impiedad con la que hoy los ganaderos marcan a hierro ardiente a sus vacas. Si un negro no podía estudiar leyes, tampoco un negro podía soñar con gobernar estas tierras. Los españoles discriminaron tanto a negros como a indígenas, pero algunos de ellos se ganaron la simpatía de sus amos, algunos adoptaron apellidos de sus amos, pero la mayoría se resistió al vasallaje que los despojaba de su verdadero nombre en africano y al rebautizo en español. Así Benkos se resistió a llamarse Domingo. Y cada rincón de la ciudad llevó los nombres evocativos de la Virgen María.
Pero en aquel domingo de insomnio, previo a la Independencia, Pedro Romero y su ejército secreto de lanceros y artesanos de Getsemaní ya tenían un arsenal de armas para defenderse y planear la toma del Palacio de la Proclamación. La sorpresa de los españoles fue saber que aquel negrito fundidor de campanas era el que presidía el movimiento de sublevación contra el poder español. Él, junto a artesanos de Getsemaní y sus alrededores.
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Lo que pretendía aquel escrito que hoy se conoce como el Acta de Independencia de Cartagena, firmado el 11 de noviembre de 1811, es más que un reclamo histórico a la dignidad en nuestro pueblo. Allí no había marcha atrás, el camino estaba decidido, y no había manera de llegar a ningún acuerdo con los españoles.
Pedro recordó el desprecio al que fue sometido con su deseo de que su hijo estudiara, y siguió viendo, como en un sueño recurrente al pie de la muralla, la escena perturbadora y atroz de un fusilamiento al que intentara sublevarse. No solo era fusilado sino descuartizado, y su cabeza paseada en jaula de hierro por la ciudad, como escarmiento al que se atreviera a enfrentarse a la autoridad del rey. Pedro junto a los artesanos más aventajados, había tenido prácticas de tiro en madrugadas clandestinas, simulando que reparaban un arsenal para el ejército español, o un cañón para alguna amenaza anunciada. Pedro lo dio todo por la libertad de los cartageneros y murió de inanición años después, en 1816, enfrentando junto a su familia al ejército sitiador de Pablo Morillo. Se agotaron las reservas, y Pedro se arriesgó a huir del sitio por la madrugada desde el mar de Bocagrande rumbo a Los Cayos, en Haití. Pero llegó agonizante, hambreado y con sed, aferrado a la imagen de Nuestra Señora de las Mercedes. Sus restos reposan en la iglesia de Santo Toribio.
Cartagena estaba destrozada y dispersa cuando trajeron el cadáver de Pedro Romero a la ciudad. Había perdido con su muerte una de sus más profundas y aguerridas esperanzas, y no hubo tiempo de velarlo entre tantos muertos regados en la ciudad, que se pudrían antes de ser enterrados.
Tampoco había cementerios disponibles. A los muertos célebres los enterraban cerca del altar mayor de la Catedral, y a los muertos de la ciudad, la gente de la barriada, en fosas comunes. Todas las iglesias reservaron espacios para enterrar muertos, pero la iglesia se abstuvo de enterrar hijos de sublevados en sus recintos sagrados.
Enterrar a Pedro Romero en una iglesia fue más que un clamor, una batalla por honrar a quien se sacrificó por la independencia de Cartagena.
La ciudad no daba abasto con los muertos después de la reconquista española de 1815. La ciudad apestaba. Y los cadáveres estaban a la intemperie, a sol y lluvia. Cartagena estaba desabastecida y los únicos que tenían con qué comer eran el ejército español y el resto de españoles. Los más ricos de la ciudad cambiaban oro por un pedazo de carne. Las damas cartageneras sacaron sus últimas joyas planeando la huida de la ciudad, ante el llamado de Alejandro Petión de recibir a todo cartagenero que quisiera en Haití. El delirio del hambre llevó a algunos cartageneros a comer carne de caballos y a otros, en el oscuro abismo de la desesperación, a sacrificar sus propios gatos. La ciudad sedienta se lanzó enloquecida al mar, a falta de agua, a beber agua salada. Muchos ya no tenían fuerzas para cargar un arma. Muchos de ellos prefirieron enterrar las armas que entregárselas al ejército enemigo.
Desde aquellos años espeluznantes en que se fraguó la libertad de los cartageneros, el nombre de Pedro Romero siguió resonando en la voz de las campanas. Sus campanas fundidas tenían sus iniciales grabadas. Aún se conserva una campana fundida por él en la iglesia de San Roque, y otra que pudo ser fundida por su taller de La Maestranza, en las manos de sus discípulos herreros.
Cartagena no solo puso los muertos de la Independencia de la ciudad, sino de toda Colombia. Las casas que tenía Pedro Romero fueron desoladas y destruidas por Pablo Morillo.
Luego de dos centurias en las que las guerras civiles dejaron otro reguero de sangre en la región y el país, los nombres de los lanceros han sido escamoteados por la torpeza despiadada del olvido. Al igual que el rey o el virrey, los nativos heredaron la índole biliosa de sus conquistadores, y se reservaron el mismo gesto y la misma pregunta de cuando Pedro solicitó al rey permiso para que su hijo estudiara leyes. ¿Qué se habrá creído este negrito fundidor de campanas para erigirle ahora una estatua de bronce que perpetúe su sacrificio? Los mismos nativos han desconfiado de la grandeza de su héroe nutrido de la compleja y rica esencia popular. Todo lo que tiene ver con la insurgencia del pueblo cartagenero misteriosamente se empieza a borrar como los mármoles que guardaban los nombres de las mujeres que se enfrentaron a Pablo Morillo.
En las escuelas se habla más de Napoleón que de Bolívar, no se nombra para nada a Pedro Romero y a José Prudencio Padilla, y mucho menos de los episodios que nos llevaron a forjar con sangre el largo y tormentoso camino de nuestra independencia.
A Pedro le han ido borrando el rostro cada vez que se le nombra, y a falta de un rostro, Cartagena ha ido inventándose una multitud de rostros que intentan evocarlo. Lo han pintado en las piedras ahumadas y oscuras de la Calle de la Sierpe, lo han dibujado con tiza en el empedrado de la plaza, como quien juega a la peregrina. Lo han pintado con carbones que borra la lluvia y lo han vuelto a imaginar saliendo de su casa de herrero en aquel lunes de noviembre, flaco, con los ojos enormes pero hinchados por días en vela, ondeando en sus manos una bandera cuadrilonga, y tras él, la presencia de aquel niño lancero, Pablo Olier, que también se volvió viejo y murió defendiendo la ciudad.
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Ahora para escuchar a Pedro Romero solo basta escuchar el largo y sostenido repiqueo de las campanas que doblan por quien las fundió. Un lúgubre tañir de campanas que ahora suenan en medio del aquelarre y la música de los tambores. ¿Quién ha muerto?, pregunta el vecino despistado. Ni idea, dice otro vecino.
Es 11 de noviembre. Suenan las campanas como hace 211 años. Es Pedro Romero insomne en la plaza. Pedro que no acaba de partir.
Gustavo Tatis Guerra. Tomado de El Universal.