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Los secretos del Convento de Santa Teresa

Todas las piedras y muros de Cartagena de Indias, han tenido un raro destino: el de ser alguna vez, como el antiguo Convento de Santa Teresa, templo, cárcel, hospital, refugio de tropas, cuartel, escuela de primaria, y hotel de cinco estrellas.
No hay un lugar de la ciudad que no contenga un secreto prodigioso. Lejano está el día en que el Obispo Juan de Labrada vino a bendecir en el siglo XVII, la iglesia del Convento de San José que aún no se llamaba de Santa Teresa, y cuya canonización se cumplió en 1622.
Las primeras monjas enclaustradas vinieron de Pamplona, Norte de Santander, entre 1607 y 1608, según el acta de fundación oficial del 28 de enero.


A través de toda su singular historia, el convento ha vivido destinos inimaginables: fue hospital de caridad, asilo de mujeres indigentes, cárcel y refugio de tropas en defensa de la ciudad bajo el sitio de Gaitán Obeso en 1885.


Mucho después de que en algunas de sus antiguas celdas estuviera prisionero el general Rafael Uribe Uribe, Santa Teresa fue un taller de cerrajería y ebanistería y fábrica de fideos.


Al amanecer del siglo XX sus muros habían sido abandonados luego de la Guerra de los Mil Días, hasta que al gobierno departamental se le ocurre cedérselo a las Hermanas de la Presentación. El Arzobispo Pedro Adán Brioschi restauró el templo, y las religiosas erigieron un nuevo altar con la imagen de la Virgen del Carmen. Muchos años después retorna la imagen de Santa Teresa de Jesús. Desapareció sin que nadie supiera su paradero, un cristo de ébano.


Santa Teresa compartía el convento con la policía departamental y una compañía de infantería. En 1915 la iglesia vuelve a abandonarse. Se convierte después en resguardo de licores y tabacos del departamento de Bolívar. Algunos de sus tramos se consagran a una escuela de primaria en 1920. Mas tarde, la Policía ocupó el inmueble hasta 1983 y soportó los vaivenes del bipartidismo.


“Mejor hubiese sido quedar desmantelado por las baterías de la escuadra italiana del almirante Candiani, quien en 1898 llega a exigir la restitución de los bienes de Ernesto Cerruti, un pájaro de cuentas que en Cali servía de testaferro a líderes del radicalismo en desgracia. Se libra de un bombardeo gracias la fianza otorgada por el también italiano Juan Mainero y Trucco, de quien se dice que era dueño de dos terceras partes de los inmuebles en el Corralito de Piedra y sabía cómo proteger sus inversiones”, dice con humor Rodolfo Segovia.

UNA DONACIÓN DESPUÉS DEL NAUFRAGIO


Sí. Todo comenzó con un naufragio.
Luego de una tempestad, en la que naufraga la Armada de la Guardia, bajo el mando de Diego Fernández de Córdoba, en 1605, dejando incalculables pérdidas, la piadosa María de Barros y Montalvo, viuda del comerciante y encomendero Hernán López de Mora, “donó terrenos y haberes para erigir el convento de Carmelitas Descalzas con su templo consagrado a San José, donde desea pasar el resto de sus días”.


Antes, precisa Segovia, había solicitado licencia real para restablecer el claustro con la anuencia del gobernador Gerónimo de Suazo (1601-1606). La Corona otorga su autorización por Cédula del 15 de diciembre de 1606. Dice la viuda: “Fiada en la misericordia de Dios Nuestro Señor hago donación... al convento de San José de la Orden de las Descalzas de Nuestra Señora del Carmen, de que soy fundadora de los bienes siguientes...”. Bajo la severa regla reformista de la mística y bienaventurada beata Teresa de Jesús será la primera clausura que tenga la ciudad”.


La viuda donó además 19 esclavos, convierte su propia casa en sede inicial del convento, con el permiso del gobernador.

AL PIE DE LA HISTORIA
El historiador cartagenero Rodolfo Segovia ha escrito un texto abigarrado y lleno de documentación con un título novelesco: “Cartagena en los tiempos del Convento de Santa Teresa”, en la que revela con precisión las mutaciones del antiguo convento.


En su recuento de la decadencia de la ciudad que afecta también el destino de los conventos del centro amurallado, el historiador señala en uno de sus apartes:
“El siglo XIX será sinónimo de decadencia. En 1880, Cartagena tendrá la mitad de los habitantes que la poblaban en 1810.


“Pues ya pasó ciudad amurallada
tu edad de folletín, las carabelas,
se fueron para siempre de tu rada”

dirá a principios de siglo XX el Tuerto, Luis Carlos López, el gran poeta de la decadencia. Cojeando, la ciudad vegeta mientras pierde terreno ante sus rivales en la costa Caribe. El Canal del Dique de Don Pedro Zapata regresa a su condición de ciénagas enmalezadas y enmangadas. Se pierde la conexión con el río Magdalena. Santa Marta primero y luego Barranquilla a través del puerto de Sabanilla la desbancan. Por las calles de Cartagena, sombrías y malolientes según el testimonio de muchos viajeros, deambulan menesterosos que van a estacionarse en el atrio del templo de Santa Teresa en busca de una limosna. Se arruina hacia el empedrado de las vías. Adentro, la comunidad declina a las primeras vicisitudes del país en formación”.


Entre 1821 y 1832 se legisla el cierre de conventos con menos de ocho religiosos ordenados, “cuyos bienes debían dedicarse a la educación pública”. Las Teresianas, eran más de ocho, y la norma se aplica a algunos conventos considerados de mala conducta, como los de Pasto en esa época.


El General Obando desesperado por sus ansias de poder que se le diluye entre las manos sale al escenario. Los militares se sublevan y deponen al Gobernador de Cartagena, sin derramar una gota de sangre. Es la Guerra de los Supremos, en donde el General Francisco Carmona vuelve a revivir en los meses de 1841 y 1842 los días y las noches de asedio en la reconquista española. El Arrabal de Getsemaní es dominado por Carmona, y sobre el Santa Teresa llueven balas. La ciudad era entonces un lugar de conflicto y desolación, con escasas diez mil almas. Esa postración no permite que en 1847 la ciudad salga a recibir al Presidente de la Nueva Granada, Tomás Cipriano de Mosquera. Las carmelitas bordan una banda tricolor para recibir al presidente. Dos años después, en 1849, Cartagena padece una epidemia de cólera.


Algunas de las monjas mueren. En la Calle del Torno de Santa Teresa, estaba la reja de las novicias o del “locutorio”, con sus agudas puntas que hoy existen en el ábside de la Catedral. Allí las novicias conversaban con sus familiares y amigos antes de “desposarse con Cristo”. El Gobernador Juan José Nieto, en tensión con el Obispo, ordena el cierre de los conventos, entre ellos, el de Santa Teresa, en 1852. Pese a las críticas y al recuento de las leyes de 1821 y 1832, la intransigencia de Nieto domina el panorama político de la Cartagena de mediados del siglo XIX. La comunidad religiosa se mantiene bajo el amparo de la solidaridad ciudadana. En 1857 buques ingleses llegan a Cartagena a cobrar la deuda de James Mackinstoh, administrador de armamento y vestuario al ejército del libertador 35 años antes.

El asedio británico recae sobre la ciudad, y la tripulación contrae fiebre amarilla, Cartagena vive una emergencia que obliga a la gente a auxiliar a los enfermos en las propias casas. La huerta de las carmelitas alimenta a los enfermos y los ingleses se retiran luego, agradecidos.
El convento se viene abajo luego, ante la expropiación de las propiedades de la iglesia en 1861. Las religiosas parten hacia La Habana en compañía de las Clarisas.

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