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Cuando San Diego era una fiesta

GERMÁN MENDOZA DIAGO

Revista Dónde

Hace muchos años, durante los cinco días que duraban las Fiestas de Noviembre, el parque Fernández de Madrid y las calles contiguas junto con las de La Carbonera, del Jardín y Siete Infantes, se convertían en un espacio de gritos, música y disfraces de los sandieganos desentendidos de los amagos de lluvia.

Las botellas de chicha de corozo pasada de dulce que desde finales de septiembre habían enterrado en los patios las abuelas del barrio, se desenterraban, se trasvasaran a otras botellas limpias y se tapaban con un corcho, para servir de licor a las mujeres y a los niños de cada casa, que no podían tomar el ron blanco de 40 grados .

La primera borrachera de mi vida, salpicada por el paso acelerado de capuchones de colores, negritos con el cuerpo brillante de la grasa oscura y hombres disfrazados de mujeres de senos y traseros enormes, empezó con el estallido seco de una botella de vino de corozo en la casa de la abuela de los Lozano Sará en la esquina de las calles Tumbamuertos y Siete Infantes.

Fue una embriaguez lenta, pero empalagosa, con un guayabo de retorcijones de barriga, pero de satisfacciones de madurez.

Al año siguiente, el vino de corozo fue reemplazado por el vino moscatel de 4 pesos que fabricaba don Ángel Núñez en su licorera de la Calle de la Universidad y vendía el señor Querubín en su tienda frente a Santo Toribio.

Un picó llamado “El Lago Azul”, rompía a bramar desde las tres de la tarde y por la noche terminaba amenizando el baile de la Caseta Sandiegana, en un galpón gigantesco de la Calle de la Carbonera, que los muchachos gozábamos asomados desde afuera.

Después caminábamos en grupo, disfrazados con las máscaras de Santo, el enmascarado de plata, y con camisetas teñidas con Iris que tenìan el borde inferior y las mangas desflecadas, y terminábamos recorriendo los tenderetes de carne a la llanera instalados en la Plaza de la Aduana o las casetas de verdad verdad, con músicos en vivo, que ocupaban ese inmenso terreno detrás del viejo Hospital Naval que llamábamos “La Infantería”.

Era una tempestad de júbilo, que alcanzaba su clímax con el Bando, a nuestro alcance si nos encaramábamos en las murallas ahí mismo, al pie de la Calle del Curato, sacándole el cuerpo a los buscapiés y oyendo a las mujeres de todas las edades opinando sobre las candidatas de los departamentos.

La Plaza de los Coches era un conjunto de tenderetes que ocupaban las tres bocas de la Torre del Reloj y un territorio de equipos de sonido a todo volumen dejando sonar las trompetas celestiales de la orquesta de Ricardo Ray, que daban paso a la atronadora garganta de Bobby Cruz cantando “me voy a casa’e Ramón a comer a rroz con dulce y el rabito del lechón...” y se veían los salseros con sus camisas de colores entrecruzados, sus pantalones de terlenka bota campana y sus zapatos de plataforma bien pulidos y brillantes, moviendo sus piernas largas con agilidad asombrosa.

Mi memoria de las Fiestas Novembrinas en San Diego está vinculada con una canción que habitualmente se asimila al 8 de diciembre –“Las 4 fiestas”– porque allí se habla del Carnaval de Barranquilla, de caretas, comparsas, carrozas y disfraces.

La celebración novembrina en San Diego tenía un componente que contribuía al clima de alegría y gozo: en la esquina de las calles De La Universidad y Sargento Mayor estaban los estudios de Emisoras Fuentes, que tenía un enorme radioteatro, donde desde comienzos de octubre presentaban a las candidatas populares en los numerosos programas que llevaban el término “novembrino” acompañada de pregón, tambores, aires, ritmos, entre otros.

Pero lo más inolvidable de estas fiestas era que reflejaban el espíritu de barrio, de vecindad, de comunidad unida que se expresaba en un delirio colectivo, con sus personajes cotidianos elevados a la categoría de héroes de la parranda reconocidos por todo el mundo: el doctor Suárez que tenía tanta influencia que invitaba a su casa a otra candidata al Concurso Nacional de Belleza o el Negro Buelvas que ponía su tienda al servicio de todos, mientras gritaba alegre “¡Quiebra!”.

Hoy la fiesta novembrina de San Diego tiene otras voces y otros ámbitos, mientras los viejos moradores desperdigados aquí y allá bailan con el recuerdo.

 

 

 

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